Por: VICTOR HUGO MUÑOZ
Marcus sintió el frío inclemente de la mañana golpeando las casuchas de la parte alta de los cerros de la ciudad y se quedó mirando detenidamente al perro.
Sintió una punzada intolerable al verle arrastrarse tan míseramente sin dominio alguno de sus patas traseras. Este animalito que alguna vez había sido el espectáculo central de un circo de poca monta adquirido tras una deuda onerosa que nunca logró pagar, era ahora el lastimero y único compañero que no hacía más que recordarle su nefanda ruina. Tomó lugar pesadamente en el banco de madera enclavado en la explanada que le permitía acceder a un panorama completo de la ciudad.
Sopló el interior del pocillo para ahuyentar el calor excesivo del café amargo que acababa de preparar. Una cortina amarillenta venía desde tiempo atrás tomando posesión de sus retinas, dejándole apenas una poca capacidad de visión que aún, afortunadamente pero seguramente por poco tiempo, le permitía reconocer las circunvoluciones propias de este paisaje conocido de memoria. Volvió a mirar al perro arrastrando las patas traseras, sin prisa, buscando ubicarse cerca de sus pies. Con esta imagen le llegó el recuerdo de la vasija metálica vacía desde el día anterior. Tendría que ir a la ciudad a buscar algo de alimento para Tantan. La alacena destartalada tampoco conocía alimentos
posibles para él desde hacía tres días. Ya no sabía a cuál de los pocos vecinos importunar con falsas alusiones a dineros por llegar o empleos por adquirir. Había intentado evitar pensar en ello pero la imagen desmañada de Tantan le incitaba y le obligaba a llenarse de valor para hacerlo. Arrancarse a la certeza de un pasado colmado de risas y aplausos aún le parecía inmanejable y, al tiempo, era su única ventana posible para huir de esta desolada y harapienta vejez que jamás sintió llegar. Un día cualquiera despertó y ya todo era así, de esa infame manera, todo inamoviblemente viejo, incluido él mismo, todo desvencijado y arruinado como él mismo, todo conspirando sin ruido alguno, subrepticiamente como la traición, la mentira y la muerte, hasta dejarlo definitivamente solo.
Aquél día fue la primera vez en que sospechó la existencia de una felicidad en la cual nunca tuvo fe. La explanada fue desmantelada en pocas horas de toda la maraña de hierba que la cubría. En pocas horas, igualmente, fueron nivelados los montículos de tierra para acceder al espacio plano que permitiría levantar la colorida carpa del circo. Todas estas adecuaciones del terreno las realizó con ayuda de los tres empleados que decidieron quedarse con él tras una negociación previa que nombraba ganancias y pérdidas por igual, al menos durante el primer año, y que ya luego verían cómo se ponían las cosas. Todos le reconocían esa tremenda capacidad de gestión y en él confiaban como en un dios clemente portador de un futuro seguro de quien recibirían la bendición de sacar de sus vidas la palabra hambre.
Podría decirse, y de hecho eso fue lo que los últimos asistentes al espectáculo, entre bambalinas, escucharon a los artistas decirse entre ellos mismos, embriagados de éxito, multiplicando elogios mutuos y alzando ruidosos gritos de júbilo, que sus risas eran como nuevas, como si una renovada infancia les estuviese floreciendo en el rostro, como si una amabilidad nunca antes vivida con tanta alegría los llevase a casi querer a sus semejantes. Los infantes e infantas ingresaban con sus caritas inundadas de sorpresa, algunos gritando de miedo ante los saludos enmascarados de los payasos, otros pedían salir del circo al no ver a los tigres y a leones dibujados en la lámina de la furgoneta que hacía las veces de taquilla y puerta de entrada, otros halaban a los adultos acompañantes para tomar rápidamente el mejor lugar posible para disfrutar del evento. Por que un circo era un circo, no era cualquier cosa traída a menos. Todos tenían que reconocer que había sido instalado de una manera ejemplar. La carpa con sus varillas y lazos alzados con el temple
adecuado, los colores avivados por el agua y detergente abundantes con que fue lavada el día anterior al estreno, las bombillas de diversos colores encendidas todas como pocas veces lograba verse en los circos... En fin, todo fue dispuesto de la mejor manera posible para disfrutar del más bello evento circense nunca antes visto en la ciudad. Lo cual, a decir verdad, era un poco agrandar las cosas, era demasiado pretencioso, pues este vistoso circo no pasaba de ser uno de los más pequeños del mundo, uno de esos que debe su persistente existencia a las funciones baratas de barrio pobre.
Todo anduvo bien durante un par de meses. Aún no se había manifestado la naturaleza intrínseca de los circos de tener que desplazarse a barrios y ciudades contiguos, camino inminente para continuar insospechados alargues hacia regiones más lejanas. Luego de esos poco más o menos sesenta días empezaron a sentirse los estragos de la deuda adquirida. Los empleados habían empezado a dudar de la certeza de ese futurito soñado a expensas del entusiasmo de Marcus. La cosa amenazó empeorar cuando uno de ellos enfermó repentinamente, por lo que tuvieron que eliminar un acto de malabarismo, un número de payasos y la lora equilibrista, quien era, junto a Tantan, una de las figuras del circo. No obstante lograron sacar adelante las tres funciones de ese día. La improvisación es un bonito y complejo arte sólo creíble por quiénes han vivido la experiencia de lo innombrable e inesperado y esto fue lo que les salvó esa noche. Pero ya para el tercer día empezó a circular la noticia de la pobreza del espectáculo. La gente rumoraba que era una auténtica estafa, una genuina burla a la inteligencia de la gente pero, por sobre todo, un vulgar insulto a la inocencia de los niños y las niñas.
Marcus convocó una reunión urgente para definir las acciones y estrategias para vencer este pequeño impase que no era más que un mínimo tropezón superable, lo que les decía con un aire de tranquilidad tal que todos terminaron por convencerse de lo innecesario de preocuparse por tan poco. Al fin y al cabo las ganancias de los primeros días no habían desmentido la palabra exasperantemente optimista de Marcus. La cosa terminó en que cada uno tomaría la responsabilidad de entrenarse en un nuevo arte para enriquecer el programa del circo. De seguro, no habría quien resistiése la tentación puesta en los títulos sugestivos y en las pintorescas imágenes publicitarias con las que promocionarían los nuevos espectáculos...
El perro aulló quedo, lastimero, dando amarga muestra de dolor. Marcus sintió el aroma a tapete viejo secado a la sombra que expelía y los ojos le anunciaron con lágrimas imprevistas que no podía ya más con los dolores del perro ni con su propia desesperación. Algo habría que hacer para remediarlo. Pero, ¿qué?
Entonces, y como queriendo inconscientemente sustraerse a la miseria del hambre, el dolor y el olvido, los recuerdos le asaltaron con una involución inesperada trayendo a su memoria el rostro rechoncho de Fiona. Recuerda que ella estaba en la primera fila aplaudiendo con embeleso infantil su número con Tantan cuando este todavía era un cachorro. En verdad era lindo y conmovedor ver al perrito dar vueltas, saltitos, ladridos matemáticos, imposturas de baile, risa y muerte ante determinados gestos y onomatopeyas de Marcus. Al finalizar la última función de ese domingo grisáceamente feliz, ella llegó al camerino para gran sorpresa suya por que, en
primer lugar, nadie tenía permitido el ingreso hasta allí y, en segundo lugar, jamás nadie había solicitado conocer a ninguno de los artistas. La vio sonreír con esa cara de cerdita feliz y no tuvo más remedio que devolverle el saludo cortés. Cuando ella le manifestó de imprevisto, en medio de halagos por su número en particular y por toda la función del circo en general, que siempre había querido pertenecer a un circo y que además contaba con el dinero necesario para adquirir uno y que además quería que él fuese su administrador y que además comprarían todo lo que él le indicara y que además no se preocupara que yo tan tontita pero siempre ha sido mi sueño y entonces él que no se preocupe pero me deja sin saber qué decir o sea sí lo sé pero me sorprende por que podría parecer más un ataque de euforia de una loca que de una empresaria en potencia y disculpe la sinceridad...
La cuestión es que se encontraron un día antes de que el circo dejara la ciudad y decidieron empezar las gestiones necesarias para llegar a la adquisición de un circo, para lo cual, por supuesto, él movería sus incontables influencias y contactos con viejos y queridos amigos del medio. Ella se comprometía a hacer los cheques cada vez que él le dijese acerca de un negocio por finiquitar adecuadamente. Su carita rechoncha parecía haber nacido con una gran risa tatuada destinada a existir por los siglos de los siglos. La alegría le encendía aún más el rostro cuando se descubría elaborando y firmando los cheques solicitados por Marcus para cerrar tratos con los cuales finalizaban compras en las que intervenían armazones, mallas de seguridad, aros, muebles de magia, armarios, vestuarios diversos, percheros, maquillajes, innumerables pelotitas de colores y tamaños diferentes, monociclos pidiendo engrase, lazos, andamios, enormes tapetes plásticos grabados con clásicos dibujos de circo y, finalmente, lo más esperado de todo: la colorida, gruesa, pesada y bella carpa. Las personas no entraban, por supuesto, en las negociaciones, pero algunos terminaron por contagiarse de la gran empresa de Marcus originada en la generosidad increíble de la cerdita mecénica. Terminaron por arriesgarse aquellos tres artistas que acompañaron y protagonizaron, con esfuerzo mayúsculo, el levantamiento de la carpa y la primera gran función. Todos a su manera guardaban la esperanza de garantizar el futuro, así, simple y terminantemente seguro, un futuro escrito desde una juventud melenuda y desparpajada cuando nadie les creyó capaces de cumplir sus propios sueños. Finalmente lo hicieron a pesar de la familia y sus tradicionales, clásicas y horrorosas intervenciones de enfado, asco y desencanto.
La lengua abrasada por el café sustrajo a Marcus del consuelo tonto de los recuerdos que traen los buenos momentos más lejanos de la vida. Miró al perro que jadeaba mostrando la dificultad en el respirar. Le atacó nuevamente el gusano de la misericordia. Agachó su pesado cuerpo para pasar la gruesa mano sobre el lomo del animal. Le asqueó el olor agrio emanado del animalito, lo que le revolvió el estómago. Afortunadamente un café no era alimento suficiente digno de ser regurgitado. Ingresó a la casucha. Cubrió su ancho cuerpo con un roído chaquetón de sus tiempos de domador de perros, de uno sólo para ser fieles a la verdad, y de cuando tuvo que aprender trucos baratos de magia que su torpeza nunca le permitió poner en escena. Decidido a encontrar algo de comida para ambos, o tan siquiera para Tantan en el peor de los casos, salió desafiando el clima que empezaba a arreciar con un viento más fuerte y un frío terrible que le golpeaba el rostro y le calaba los huesos hasta instalarle un dolor que no logró disimular sino hasta cuando miró a Tantan que lo miraba con unos ojos inundados de una tristeza quizá más triste que la suya. Cuando el perro no realizó movimiento alguno para acercársele e intentar seguirlo camino abajo, supo que su fiel canino estaba ya cansado de todo esfuerzo inútil y que probablemente pronto moriría. Lo tomó entre sus brazos y con gran esfuerzo por lo envejecido y deteriorado de su cuerpo, logró ingresarlo a la vetusta armazón de latas, tablas roídas y cartones deteriorados, no sin antes prometerle algo de comer antes de caída la noche. Te lo prometo, viejo y querido Tantan. Tan lindo y tan alegre. Se sorprendió repitiendo en este amargo momento aquella expresión escuchada alguna vez a un niñito, que de estar vivo ahora ya sería un adulto, en medio de una función y de la cual decidió tomar el sonoro nombre para el perrito. Antes de salir descubrió en el hocico del animal una llaga que empezaba a crecer inmisericordemente, tal vez una infección por picadura rascada demasiado fuerte en medio de algún enfermizo desespero. Tendría entonces que conseguir también algo de medicina. Suspiró y salió camino enlodado abajo en busca de eso único que aún le ataba a la vida.
Fiona había muerto brutalmente en un accidente automivilístico del cual la recuperaron por partes. Varias de las deudas estaban aguardando ser pagadas y los cheques para ello iban a ser elaborados y firmados la noche misma del accidente. Con este terrible insuceso las deudas le fueron automáticamente endilgadas a él, quien fue el responsable de tramitar los negocios para la adquisición, mejora y promoción del circo. Las ganancias estaban apenas siendo suficientes para mantener los acuerdos con el personal y el sostenimiento del circo, pero aún no se daban los ingresos suficientes como para pensar en no necesitar absolutamente el dinero de Fiona. Así son los sueños, suelen resultar saboteados por la envidia del destino. Total que para el tercer mes los compañeros artistas le habían retirado su apoyo y su deseo de seguir recorriendo pueblos míseros, barrios ruines y ciudades inhóspitas para actores de circo en las que no hacían más que ahondar la amargura. Qué podría hacer un hombre solo con un circo en el que nadie había querido quedarse para intentar seguir cumpliendo sus sueños fallidos, a pesar de todo por difícil que pareciera.
Mientras bajaba la empinada trocha pantanosa que cumplía las veces de camino para llegar a la ciudad, se le inflamó el alma cuando recordó las palabras del abuelo ronroneando en sus oídos aquello tantas veces celebrado acerca de la no existencia de los accidentes o del azar, aquello nunca comprendido del todo acerca de que cada evento tenía un fin en el mundo, incluyendo a las personas. Ahora se preguntaba, ya sin ninguna vergüenza por insultar la memoria del abuelo, cual era el sentido de la tremenda montaña de mierda con la que habían llenado su inocente alma de niño que siempre creyó que realmente los adultos tenían razón en todo. Sobre todo el abuelo de quien decían que era un hombre digno de ser escuchado.
Las deudas no se hicieron esperar y los acreedores le encontraban donde fuese que estuviera con su mísero cirquito intentando hacer algo de dinero, interpretando él mismo todos los papeles posibles, acompañado sólo por un par de muchachos y una muchacha que se habían escapado de sus casas para seguirlo en sus correrías de éxitos y futuros prometedores por llegar. Siempre habían chicos dispuestos a creer en cualquier estupidez con tal de contrariar a sus familias, sobre todo si era una oportunidad de vejar a sus padres. Ningún acreedor aceptaba partes del circo como forma de pago. Sólo el dinero, pedazo de escoria, retazo de imbécil, la próxima vez se lo cobraremos de otra manera. La situación se había vuelto tan corriente que aprendió a vivir con ello. Cierta tarde grisáceamente triste de un último domingo plomiso pesando sobre un barrio ruidosamente pobre y tonto, mientras preparaban esa última función de ingresan dos con una sola entrada, aparecieron de la nada, envueltos en un silencio mortuorio, los dos gigantes que le cogieron a golpes sin previo aviso, le hicieron saltar eccemas y sangre en múltiples lugares del cuerpo. Los muchachos, asustados ante tamaña manifestación de brutalidad humana, sólo atinaron a correr amedrentados por tan tremendo adefesio. Tantan, apenas regresó de hacer pis y caca en la parte trasera de la carpa, al notar el ataque furioso contra su amo, se lanzó contra uno de ellos prendiendo sus dientecidos menudos pero afilados en uno de los antebrazos de uno de los agresores, quien, mientras pedía ayuda al otro bravucón, alcanzó a dar un puñetazo en la trompa al animal, el cual fue a parar contra la gruesa carpa. El otro, enfurecido y sintiéndose posible víctima del animal, tomó la barra de metal de uno de los trapecios desarmados que vio cerca y le asestó un tremendo mazazo al perro. Este no fue capaz de levantarse más. Marcus alcanzó a gritar que no, por favor, a Tantan no, mientras se arrastraba para tomar en manos al
perrito que nunca más pudo volver a caminar con sus patas traseras. Los infames incendiaron todo y salieron lanzando furibundos insultos, no sin antes escupir a los dos semicadáveres que yacían abrazados y apilados contra un rincón polvoriento de la carpa.
Marcus subió la ladera de regreso a la casucha al atardecer con una alegría genuina bañándole el cuerpo todo, pensando en el bálsamo alimenticio y médico que daría al perrito. Aunque fuese por poco tiempo, esta mueca de dicha era una excusa suficiente para seguir creyendo en la inutilidad de estar vivos. Ingresó al piñaco de latas, tablas y cartones que componían la casucha, silbando y cantando el nombre del animal, Tantan, Tantan, cantaba con jolgorio, llamándole con una felicidad semejante a la de aquellos mozos años de esplendor circense en el que alcanzó a ser gerente de un circo. Se dirigió hacia el montón de telas malolientes apostadas contra un rincón de la pocilga que hacía las veces de nido para el perrito. Posó trabajosamente una de las rodillas en el suelo mugroso para acariciar el lomo del animal. Quiso revisar el estado de gravedad de la llaga en el hocico para echarle el polvo medicinal conseguido gracias a la generosidad de un farmaceuta, al tiempo que le acercaba un trozo de pan untado con salsa de sardina. Su amado compañero no respondió. El respirar ruidoso ya no estaba, tampoco la mirada suplicante de chico abandonado o maltratado. Primero contuvo una honda sensación de amargura. Después suspiró experimentando un estado de tranquilidad no vivida desde mucho tiempo atrás.
A pesar del gélido aire que zumbaba contra sus oídos y contra el cerro, llevó al perro en sus brazos y lo acostó sobre el banco de madera. Antes de tomar lugar junto a él fue por una taza del mismo café amargo de la mañana pero recién preparado. La cortina amarillenta que desde tiempo atrás venía acabando con sus retinas ya no le era impedimento para disfrutar del paisaje, pues este era uno nuevo que no había tenido oportunidad de conocer antes. Sopló el interior del pocillo para ahuyentar el calor excesivo del café amargo que acababa de preparar. Fijó la mirada a lo lejos, intentando controlar el peso de los párpados por el cansancio ocasionado por el llanto y el sueño. Su boca se extendió como una cortina pesada, lenta, construyendo una amplia e infantil sonrisa, al percatarse de la multitud de luces esparcidas sobre la ciudad como si quisiesen conservar eternamente iluminada una gigantesca carpa de circo.
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